lunes, octubre 18, 2004

Las patrias transversales II


El viejo camión, destartalado, avanza dando tumbos por el camino reseco. La temperatura exterior, a la sombra, ronda por los treinta y ocho grados. En el autobús, si así puede llamarse el trasto en el que viaja Pedro, la temperatura bien puede lindar con los cuarenta grados. El poco aire que admiten las ventanillas, las que aún pueden abrirse, entra como si saliera de la boca de un horno. Pedro dormita bañado en sudor y polvo. Las gotas que transpira, al escurrir por su frente, trazan viborillas de lodo, dándole un aspecto extraño. Un movimiento brusco del camión, al brincar un hoyanco, despierta a Pedro. La cercanía de su pueblo natal termina por despabilarlo. A lo lejos se ve Paredón, con su viejísima estación de ferrocarril, que parece pieza de museo en medio de la nada del desierto. Paredón es un pueblo fantasma. Si no fuera por los trenes de carga, que de vez en cuando se detienen en él para intercambiar vagones, en el otrora entronque importantísimo, donde se cruzan las vías que van, una de Monterrey a Piedras Negras, otra de Saltillo a Nuevo Laredo, el pueblo habría desaparecido hace tiempo. Pedro nació ahí en 1981. Ahora vive en Monterrey, en una colonia marginal, trabajando como albañil, cuando encuentra empleo. No se ha casado, pues sabe que con lo que gana no alcanza a sostener una familia. Hoy va a abrazar a su avejentada madre que llora la pérdida temprana de seis hijos, y podrá platicar con su nuevo amigo, Juan Hernández, muchacho de escasos diez y siete años, que da clase a ocho alumnos del lugar, pagado por el CONAFE.

Pedro tiene cinco años más que Juan, pero lo admira como a pocos. El joven maestro hace ocho meses terminó su preparatoria en Monterrey y dará clases en esta equina de México durante dos años, para que los próximos cinco tenga una beca modesta con la cual pueda seguir estudiando. Pedro apenas llegó a tercero de primaria, pero en los últimos cinco meses ya leyó dos libros completos, sin monitos, que Juan le prestó con riesgo de perderlos. El primero hablaba de un detective privado que buscaba a Zapata, allá por los años ochenta del siglo XX, porque le dijeron que aún estaba vivo. El segundo no lo ha entendido muy bien, pero lo emociona hasta las lágrimas. Habla de un tal Pedro, como él, de apellido Páramo. Ya lo leyó una vez, pero el tal Rulfo escribe muy revuelto y Pedro necesita platicar del libro con el maestro Juan. Quiere entenderlo porque lo único que sabe es que el tal Rulfo describe poblaciones iguales a su Paredón y pinta paisajes como los páramos que lo rodean. Sospecha, tan sólo sospecha, que los personajes del libro también se parecen a los de su pueblo.

Un frenón y el camión ya llegó al pueblo. La nube de polvo que lo seguía lo ha envuelto al detenerse. Pedro desciende.

– Nos vemos mañana – le dice el chofer.
– Quién sabe, güey. De repente no regreso mañana, porque pienso irme p’al norte. Regrésate con cuidado.

(Continuará)